Las corrientes revisionistas no son nuevas ni en la sociedad ni en la Iglesia, aunque últimamente parecen estar más en auge, sobre todo en determinados sectores empeñados en hacer prevalecer su propia visión de los acontecimientos frente a posiciones sólidamente definidas y asentadas.
Los procedimientos para implementar los cambios y modificaciones tampoco resultan originales o novedosos, por una parte se busca el apoyo de las bases, recurriendo paradójicamente al consenso mayoritario para cuestiones que afectan a los principios y a la doctrina, y que no avalaría ningún verdadero erudito en la materia, sometiendo a consulta algo que debiera dirimirse razonablemente desde las instancias de gobierno (jerarquía), con el debido asesoramiento, mientras que, por otro lado, observamos perplejos cómo, de espaldas al sentir general, se toman decisiones nombrando comisiones y «comités de expertos» para los asuntos que atañen directamente a la vida de las personas y que condicionan significativamente sus usos y costumbres y, por ende, su libertad personal y de conciencia. A nadie sorprende constatar, después, que los expertos designados tenían seguramente muy buena disposición al tiempo que quedaba acreditado su nulo conocimiento en la materia abordada.
Entre los candidatos históricos, a ser sometidos una y otra vez a revisionismo, se encuentra la iniciación cristiana. Lo más sorprendente y me atrevería decir, terrorífico, en todo esto, es que (salvo raras excepciones en algunas diócesis) la supuesta mejora no se plantea en términos de mayor acercamiento a la Tradición (con mayúscula) de la Iglesia, en pro del diálogo ecuménico y la urgente y prioritaria santificación de los fieles, en línea con la propuesta del Concilio Vaticano II. Aferrados obtusamente, siguiendo la ideología imperante, a una valoración negativa de toda pastoral anterior, pareciera que la auténtica evangelización empieza con nosotros, lanzándonos así, tan decidida como insensatamente, a inventar la fórmula magistral del apostolado cristiano, para acabar repitiendo esquemas que ya, en los años 70 del siglo pasado, dejaron totalmente en evidencia su ineficacia y nocividad. ¿Acaso lo que está pasando actualmente (¡otra vez!) con las vocaciones y los seminarios no es una elocuente ilustración de lo que acabamos de decir?.
Pero volviendo al tema de la iniciación cristiana, y a la obstinación de muchos clérigos por retrasar el momento de recibir por primera vez el Sacramento de la Eucaristía, solo un ignorante en psicología evolutiva y del aprendizaje, puede afirmar que cuanto más haya evolucionado el desarrollo intelectual del ser humano, más óptimo es el momento para iniciar la praxis religiosa. La ciencia psicológica, por el contrario, señala que las experiencias tempranas y el entrenamiento precoz es clave en la maduración del sujeto. El erróneo y manido argumento de que el niño debe saber leer para poder empezar la catequesis sistemática, si queremos que ésta sea fructífera, supone no solo un grave desconocimiento de la psicología del niño, sino, lo que es peor aún, una seria deformación de lo que debe ser la catequesis, confundiéndola con la actividad académica y olvidando sustancialmente su vertiente mistagógica.
Hace justo una década, los obispos del Sur, publicaron un extenso documento, bien fundamentado, de 233 páginas sobre la iniciación cristiana titulado «Renacidos del agua y del Espíritu», en el que insistían claramente acerca de la necesidad, no de retrasar, sino incluso de adelantar un año la celebración de la primera comunión. Decían textualmente: «contra el parecer de quienes no exentos de cierta inclinación hacia un «semipelagianismo inconsciente» consideran que la Eucaristía se ha de recibir con plena conciencia de adulto, oponiéndose a que los niños la puedan recibir en edad temprana, los obispos españoles observaban que desde los tiempos de San Pío X la Iglesia «no les exige una preparación superior o unos conocimientos completos de la doctrina cristiana (ICRO102)».
Mi generación hizo la Comunión a los siete años, edad apropiada, como señala el código de derecho canónico. Puedo atestiguar, desde mi propia experiencia, porque lo recuerdo perfectamente, que sabía lo que hacía, con un conocimiento adecuado a la edad. La concepción, un tanto mágica, algunos la mantienen incluso en la edad adulta, pero no esperemos que desaparezca totalmente antes de los 12 años. ¿Dónde está, entonces, el problema?, ¿en que supuestamente no somos quienes para privar de la Eucaristía a quien vive en situación irregular, porque no estamos en la conciencia de nadie, y sí somos quienes para decidir que un niño de ocho años no tiene madurez suficiente, todavía, para recibir a quien dijo «dejad que los niños se acerquen a mí»?
Juan Antonio Moya Sánchez
Sacerdote y psicólogo